Gorrioncillo encaramado a un palito, balanceándose continuamente, moviendo la colita, alas plegadas y rápidos movimientos de cabeza... Eso eres mientras escucho tu canto gitano sin querer escucharlo porque al pasar a tu lado, como el que recita una poesía aprendida de memoria, cantas y cantas a media voz para oírte. Para que te oigan quizá también. Quién no te puede escuchar... quién puede ser tan sordo y tan ciego como para no percibirte.
Me paro un poco alejada de ti y observo tu figurita recortándose sobre un paisaje de viandantes ajenos y coloridos. Elevada y exenta, como en un bajorrelieve, permaneces en precario equilibrio sobre la barandilla del metro. Una chupa negra barata. Unos vaqueros desgastados y una melena rubia oscura, nada más. Ningún adorno, no los necesitas. Supongo que los llevas por dentro y que de donde quiera que sea que hayas partido en este viaje no tenías tampoco más que los que supieses sacar de dentro. Me aparto y no me retiro, quiero saber qué haces ahí. Por qué gorgoteas flamenco como si estuvieras en un tablao. Por qué adornas con tu pequeño trasero y tus largas piernas ese hierro negro duro y feo. Te miro desde lejos. Y tú, inquieta, perspicaz y quizá acostumbrada, sabes que te observan y sientes mi mirada desde lejos aunque no sepas dónde estoy. Intentas localizarme pero desistes y paras a un hombre que pasa delante de ti. No escucho qué le dices, qué le pides. Él sonríe y niega con la cabeza sin apartar la vista de tu carita de porcelana impecable, serísima, trágica. Cruzo de nuevo la calle a riesgo de que me descubras pero no, aunque tu mirada infantil y tu desparpajo adulto se cruzan con mis ojos sorprendidos y curiosos no, no sabes que soy yo la que te estoy mirando. Eres la quintaesencia de lo bello, de lo protegible, de lo efímero, de lo perdurable, eres la Virgen niña que todos los pintores desean para sus cuadros y no lo sabes... o si.
En un instante te pierdo de vista. Eres tan pequeña y tan escurridiza... ¿13 años? Quizá, no cabe más en ese rostro. De pie no mides más de metro y medio. Pero sí, estás ahí. Paso por tu lado y no tienes acento, sólo cantas flamenco, pero no tienes acento. No distingo qué dices, pero te estás enrollando a hablar con dos muchachas mayores que salen la tarde del viernes, arregladas, pintadas, vestidas como se visten las mujeres. ¿Qué les pides, qué les cuentas, qué quieres que te den? Plantas cara con las manos en los bolsillos del pantalón, tú no necesitas ningún adorno; tú eres, eso está claro. Les llegas al hombro y les debes llegar también a donde la sangre fluye al corazón, que éste nunca tiene maquillaje y aunque sea un músculo desentrenado y perezoso, tiene cierta tendencia a la actividad cuando un poderoso estímulo en forma de pajarito pedigüeño y descarado, ingenuo e interesado se les aproxima y les aborda. También se sonríen. No sé si te darán lo que quieres.
Me alejo con ganas de llevarte conmigo a donde nadie te pueda hacer daño nunca. No puedo tomar a un gorrioncillo pensando que así le estoy librando de todo mal. Espero y deseo que sigas pidiendo, que sigas creciendo y que sigas cantando. Espero también que no te moleste que piense, no lo puedo evitar, aunque nunca lo sepas, que nunca había visto una Lolita de verdad y que si Navokov te hubiera visto habría caído de rodillas ante ti y te habría intentado despedazar. Espero que te sepas defender de esa amenaza y que sepas manejar ese inmenso poder. Y espero que, como ahora, ni te importe, ni dejes de meterte las manos en los bolsillos cuando cruces la frontera desde tu reino, creciendo, al resto de continentes que están esperando que aparezcas para conquistarlos.